Como he comentado en ocasiones anteriores, estoy encantado con mi Papyre 6.1 desde que lo adquirí hace dos años. Desde entonces, mi forma de entender la lectura ha cambiado radicalmente y la disfruto como nunca antes. Si a esto le añado una casi perfecta gestión de mi biblioteca digital con un programa tan fantástico como Calibre y las numerosas y ya imprescindibles ventajas de los libros electrónicos, puedo afirmar sin remordimientos que ya prácticamente no me acuerdo de la lectura en papel. Sin embargo, aún hay escollos que me impiden alcanzar la deseada perfección.
Como suele ser habitual cuando se introduce una novedad tecnológica en la sociedad, el ciudadano medio no suele tardar mucho en adoptarla y convertirla en algo habitual (y en muchos casos imprescindible) en su vida diaria. Pero esto no es así cuando hablamos de dos importantes agentes sociales: la industria y el gobierno.
En el caso de la industria literaria, sus miembros quieren mantener a toda costa un modelo de negocio que les ha reportado pingües beneficios durante siglos y que por la revolución de la Sociedad de la Información está tocando a su fin. Por ejemplo, los ebooks son apenas más baratos que sus copias en papel, cuando los costes de fabricación son muy inferiores. No tendrán más remedio que aprender de las industrias audiovisuales y «renovarse o morir». Mientras que en España se empeñan en no cambiar, en el resto del mundo triunfan iniciativas como Netflix o iTunes, por nombrar a dos de los casos más populares en el mundo del cine y la música respectivamente.
Precisamente el inmovilismo español me lleva al caso del gobierno y al tema principal de este artículo. ¿Cómo pretenden las mal llamadas industrias culturales mantener el status quo? Pues a base de leyes y decretazos anacrónicos e injustos con los ciudadanos (a los que se suele tratar o bien de consumidores o bien de delincuentes), obtenidos gracias a la presión ejercida sobre el gobierno de turno.
Uno de los más infaustos resultados de esta presión es el actual canon digital, aprobado en la última Ley de Propiedad Intelectual (LPI), un impuesto indiscriminado que se aplica a los medios digitales de almacenamiento y al equipamiento informático capaz de copias información con el que se pretende compensar a los autores por el derecho a la copia privada que reciben los usuarios de la propia LPI. Y digo indiscriminado porque aunque uno no almacene o copie información sujeta a derechos de autor de terceros, hay que pagar el dichoso canon digital. Pensemos por un momento lo que significa que una Universidad tenga que pagar 12 euros cada vez que adquiere un disco duro USB para un uso docente y/o investigador. ¡Se trata de dinero público que termina en manos privadas!
Pues bien, es desde el punto de vista de los ebooks donde la incongruencia del canon digital alcanza sus mayores cotas. Pongámonos en situación con un ejemplo: supongamos que adquiero un flamante lector de libros electrónicos y, para almacenar mis lecturas digitales, compro también una tarjeta de memoria con suficiente capacidad, con un sobrecoste de 0,3 euros en concepto de canon digital. Si guardo libros por los que sus autores no piden compensación económica, c0mo es el caso de los libros de licencia libre, los de dominio público o los que simplemente sus autores quieren regalar en su edición digital (recuerdo cuando Alberto Vázquez-Figueroa puso gratuitamente en su web una copia de su novela Por mil millones de dólares), ya tenemos un conflicto con el canon porque… ¿por qué pago por algo por lo que LEGALMENTE no tengo que compensar económicamente a nadie?
Pero aún es peor el caso en el que guardo libros que he comprado, al igual que hago con las ediciones en papel. Si ya he compensado tanto al autor como a la editorial al pagar por el libro, ¿por qué pago el canon? ¿Por el derecho a la copia privada? Pero si el libro digital es el propio objeto de la transacción económica, ¿cómo voy a pagar por copiarlo si no hay otra manera de introducirlo en la tarjeta de memoria y disfrutarlo en mi ereader? ¿Se puede ser más incoherente e injusto?
Sé que 30 céntimos de euro es muy poco dinero dentro del coste total de una tarjeta de memoria y que no merece el esfuerzo de reclamar la devolución del canon, pero es que si se suman todos esos 0,3 euros por tarjeta, los receptores del canon reciben unos grandes ingresos que encima no les pertenecen en justicia.
¿Se puede hacer algo? Sin duda, expresar nuestro desacuerdo a quién nos quiera escuchar y apoyar las campañas organizadas por asociaciones de usuarios y consumidores para presionar al gobierno para que desarrolle mecanismos de compensación a los autores (que, no olvidemos nunca, están en su derecho de reclamar) justos para todas las partes involucradas. Y tú, ¿qué piensas hacer al respecto?